lunes, 13 de noviembre de 2017

Colmado El mismo hombre

Desperté la vez primera, sonaba en el equipo de música  esa bachata de Anthony Santos que a veces repiten en el día cuando el grupo de hombres habitual juega dominó. Fui a tientas al baño y oriné, no hallé el papel de baño, y no quise encender la luz para no ahuyentar a las ánimas de los sueños. ¿Dónde está el papel de baño? ¡Carajo! Me negaba a secarme con la franela de él que tenía puesta a modo de bata y que llegaba oronda y segura hasta mi sexo. Decidí -a regaña dientes- que la humedad se diluyera por sí misma, y me lancé otra vez a la cama con la intención de continuar el placentero sueño en el mismo punto donde lo había dejado. Traté en vano de adivinar la hora, quizá las once. El cálculo buscaba justificar la música del colmado y el murmullo de la gente que allí imaginaba tomando cervezas y tragos calientes de diferentes marcas, cuyas estridencias me aguijoneaban en capicúa: el sueño y el espíritu.

Estaba en Pimentel y subía las escaleras que llevan al club Pimentel Inc., siempre sobre sus legendarios pilotillos; dentro no había nada ni nadie, solo yo; faltaba la cantina, la mesa de billar y las sillas y mesas, era solo un salón rectangular en el que en unas tablas sostenidas por palometas, mi padre tenía algunos de sus equipos y materiales para ejercer modestamente la medicina que siempre ejerció en ese olvidado pueblo del Noreste, pero todo en un orden pulcro, como lo fue cuando lo hacía. Yo revisaba entre sus cosas: jeringas, guantes de látex, estetoscopio… y estando parada allí con las narices en sus cosas, escuché la voz gagosa de ella a mis espaldas. Hablamos algunas cosas inicialmente sin importancia que desembocaron en el piso del club que no era como siempre fue, de madera pulida, sino que estaba hecho de troncos a forma de balsa, los cuales hacían difícil el navegar sobre él. Al final tomé sus manos y la miré a sus rasgados ojos que se quieren siempre perder en sus mejillas amelonadas, y con una ternura hacia ella que nunca he experimentado, le dije: “Pero lo extraño es que me has dicho antes que hay un doble piso”, mientras que al decir la frase la imagen de un piso de mosaicos con rombos se transfiguraba debajo de aquellos troncos que nos sostenían a nosotras. Ella me lo confirmó con su voz y movimientos de cabeza, mientras agarradas de las manos salíamos del local hacia la calle Mella, que estaba al polvo vivo, como lo fueron por siglos las calles de ese Barberito lejano.

Otra vez,  aquello que para mí era el ruido de la música y para mi vecina y sus amigas el alcaloide que las hacía chillar, se combinaba con el deseo de orinar. Esta vez se escucha a El Poeta de la bachata:

Porque un viejo amor
No es tan solo una aventura
Son dos personas seguras
Que deciden continuar
Porque saben que aunque quieran
No se podrán olvidar.

“No se podrán olvidar”, esa frase en voz de un hombre que habla en nombre de una mujer muda horadaba mi alma como un feminicida me hubiese clavado sin piedad un puñal en el tórax, mientras iba ya saltando de la cama como un resorte al que se le deja de aplicar presión. Llegué por segunda vez al baño, y otra vez me negué a encender la luz, deseaba dormir más, pero también creía haber dormido suficiente como para irme a la cocina, poner un café y sentarme a leer o escribir. Mi vejiga comenzó gustosa a hacer espacio. Mientras ese placer tan básico me satisfacía, la música del colmado y los chillidos me seguían taladrando. ¡Cómo saldremos de la situación social en que nos encontramos con gente que se conforma con tan poco para perder su tiempo: Música y bebida en un colmado, mientras unas mujeres merodean en son de búsqueda. No hay papel de baño (lo había olvidado) e ir a la despensa implicaba encender luces y despabilarme. Tomé el ruedo de la franela con la derecha y le robé al sexo la humedad volviendo a lanzarme a la cama decidida a no dejarme vencer por los clientes del colmado. Esa vez me escurrí debajo de la colcha, imaginé que pronto la temperatura descendería más y el frío me molestaría y no permitiría -"bajo ningún concepto"- que nada ni nadie, además del colmado El mismo hombre y sus satélites humanoides, se interpusiera entre el sueño y yo. 

Intenté una reconciliación onírica sin ir a fiscalías. Pero no, daba vueltas y reconocía que se me vuelve atractivo desvelar, hacer café y sentarme a producir mientras otros pierden el tiempo, ésos y ésas que no le hayan sentido a mi vida, que se preguntan si no tengo gusto por ella, sin imaginar el placer que produce leer a la luz de la lámpara o dejar que la hormiga de la creación recorra el cuerpo, -como la sentí inquieta e inquietante- esta madrugada en la cama. Tengo tantos deseos y temas para escribir. Volví a lanzarme de la cama, esta vez sin pasar por el baño, y caminé hacia la cocina. Encendí una de las luces y empecé a lavar la greca, a quitarle el recuerdo de una tarde en la que colé para tres. 

Volví a Pimentel. "Si quisiera probar de nuevo mi mala suerte con los números es cuestión de combinar la serie del pueblo, que es 57, el 04 o el 44 por el piso o el doble piso, y el 27 que es mi fecha de nacimiento. También puede ser el terminar de la cédula de papi, que es 77. ¡Una tripleta 57-44-77! Pero no, son todos números muy altos, aunque pensándolo bien la suerte muchas veces se encampana como una chichigua en Cuaresma. También puede ser 57-44-13, la fecha de nacimiento de él". Ya no me entusiasmo, he perdido lo que considero mucho dinero en el último mes tratando de probarme y probar que mis sueños tienen sentido numerológico, pero solo he logrado acumular unos bouchers de banca de lotería de apuesta que la chica de la cara amelonada me da a modo de prueba y garantía, que avergüenzan mi CI. 

Mientras divagaba en esas nimiedades de la vida al detalle, puse el café y leche a calentar, también. La música de bar de mala muerte seguía en sus buenas y también los chillidos, encendí la luz de la lámpara al tiempo que hacía tinmarín de dos pingüés entre leer y escribir. En ese instante, escuché la puerta corrediza del colmado descender y sentí alivio abrigado en unas débiles esperanzas. El café subió rápido y la leche –no estaba tan caliente como hubiese querido, pero había perdido el frío del refrigerador así como yo había perdido el sueño-. Hice la mezcla, un poco de azúcar prieta, removí y cuando tuve el líquido caliente en la derecha, me digné a mirar la hora: ¡Dos de la madrugada! Sentí un vahído, pues apenas ella empezaba: me había precipitado. No era que el colmado había estado abierto hasta muy tarde de la madrugada, sino que yo creía que había dormido mucho y esto me hacía corresponsable de mi desvelo. Me fui al sofá tomando la laptop con la izquierda mientras trataba de decidir si continuaba la crítica literaria o dejaba escapar  a la negra por la nocturnidad de una inspiración forzada.   Empecé a escribir precisamente estas líneas maltrechas. Al rato me sentía en paz pese al bullicio y la algarabía de la esquina -que no cesaban aunque las puertas del comercio habían bajado- cuando el bebé de un año de la vecina despertó y empezó a llorar, primero leve, luego más fuerte, y más tarde leve y desgarrador por el cansancio que sin proponérselo dejaba incluir en su llanto. Desde la esquina, ella no podía escucharlo y gritarle que se callara. Yo, en  medio de las vidas que desde ya marcan su desencuentro.

Creía que lo había vivido todo esa madrugada, cuando la polilla que antes estuvo en la esquina se mudó a la oscuridad del frente de la casa de mi vecina, la que regresó para estar cerca del hijo. "Por fin dejó de llorar". Yo había ya terminado aquello que creía un cuento y dejé la computadora, mientras ellos hablaban como si fueran las ocho de la noche, es decir, como si nada, normal, ellas con su timbre femenil agudo y un hombre que ignoro quién es, igual que ignoraba la identidad de las acompañantes de mi vecina, con una voz ronca –quizá por el ron-, pero ahuecada. Me levanté del sofá y fui a la despensa por un rollo de papel de baño (el dominicano siempre pone el candado después que le roban, por eso se embarra la vida… también las manos -le añadí al refrán popular-), pero antes de volver a acurrucarme en la cama apagué la luz del frente de la casa porque sin bombilla no hay polilla.

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