Por Patricia Báez Martínez
Estupefacta y dolorida está toda
la sociedad, no sale de su asombro de violencia social generalizada y entra en
un laberinto salvaje en el que los cuerpos exánimes de cuatro personas yacen y
cuelgan como prueba fiel de una masacre cometida por un psicópata. El principal
sospecho es un joven adulto, paterfamilias, mecánico de motos de la marca Harley
Davidson, asalariado, aficionado a la música rock metal y al estilo
de vida que ella envuelve. Los propios integrantes de la comunidad metal –aunque
incrédulos ante la barbarie- se sienten indignados, porque por sobre el color
negro, los tatuajes, los piercing, la música metal, un tabaco de marihuana y/o uno
que otro trago de whisky, está el factor humano. ¿Cómo matar a la esposa? ¿Cómo
matar a los hijastros? ¿Cómo matar al hijo nonato?
Los propios “metaleros” están
horrorizados y una buena parte de la sociedad -deseosa de más sangre (aunque de
manera inconsciente)-, entre los que se encuentran los medios de comunicación,
pretende desatar una cacería de brujas contra aquello y aquellos que
representa/n lo metal en el país. Sin embargo, consideramos que la cultura
metal no es la causa de la matanza del barrio Enriquillo, sino la violencia
machista que se ha enseñado históricamente contra mujeres y niños, precisamente
el tipo de víctimas mortales de esta tragedia. Por lo que la historia de esta
familia y la escena del crimen –con el perdón de los deudos- nos resultan de lo
más común en medio de la epidemia de violencia machista que vive nuestra
sociedad.
¿Por qué una tragedia común? 1) La
matanza del barrio Enriquillo, en el Distrito Nacional, -presumiblemente- se da
desde una persona con poder, el padre de familia, hacia personas consideradas -en
la cultura tradicional sexista-machista- como de menos poder (el típico
abusador); 2) ocurrió dentro de las
paredes del hogar, donde –por lo general- se expresa la violencia de género o machista
contra mujeres y niñas; 3) fueron asesinadas cuatro personas con vínculos
sanguíneos (una madre y sus tres hijos), lo que se corresponde con un patrón de
violencia machista que procura borrar de la faz de la tierra a la mujer y su descendencia,
llevándose de cuajo (en muchos casos), la vida del homicida, algo que no
ocurrió en este caso específico; 4) los cadáveres de las niñas aparecen boca
abajo, desnudos y con las piernas abiertas, mientras el del niño está vestido y
cuelga del tubo del closet. Esto nos hace suponer que las niñas tenían un atractivo
sexual para el asesino del que carecía el niño, un tipo de preferencia sexual
(hetero) muy común en la mayoría de los violadores sexuales de esta sociedad; y
5) una cantidad significativa de feminicidas e infanticidas –y, a veces, hasta
suicidas- son personas que antes de cometer el crimen presentan un perfil de
adaptación social óptimo, causando confusión y estupor entre aquellos que creían
conocerle (el clásico: pero él era una persona pacífica, que no buscaba
problemas con nadie, no era violento, etc.).
Al ver este cuadro típico de
violencia machista, entonces lo rockero-metálico pierde sentido e importancia. La
resultante no es que la cultura metálica del presunto asesino múltiple provocó
la tragedia del barrio Enriquillo que nos consterna a todos, sino que la
violencia machista está muy enraizada en todos los grupos sociales sean estos de
género, etáreos, estudiantiles, profesionales, culturales, económicos,
delincuenciales, etc.
Como sociedad, nos queda esperar
el resultado de las investigaciones, dejando a un lado los prejuicios, los
rumores y las maledicencias, para no caer en el error de mitificar lo común o “el
pan nuestro de cada día” que cada año arroja la fría estadística de más de ciento
veinte mujeres asesinadas a manos de sus parejas o exparejas; para no extrapolar
a todo un grupo cultural el crimen presuntamente cometido por uno de sus
miembros, y permitir que los investigadores hagan su trabajo sin las
influencias del morbo colectivo.
La autora es periodista y politóloga.